viernes, 13 de diciembre de 2013

Tambores de guerra en la tierra roja

Tambores de guerra en la tierra roja


El conflicto por la propiedad de tierras entre indios y terratenientes se recrudece en el Estado de Mato Grosso do Sul y el gobierno envía a la Fuerza Nacional a la región


En la entrada de la pequeña comunidad Apyka’i, enclavada en un terreno cercano a una carretera federal de Dourados, en Mato Grosso do Sul, centro-oeste brasileño, dos indios apresurados se acercan a una portería improvisada al percibir la llegada de un auto. Asustados, aseguran en la mano un yvyrapara, una especie de vara de madera, pintada de blanco y decorada con detalles de colores, que usan para su defensa personal. Ponen cara de pocos amigos darse cuenta de que dentro del automóvil está el antropólogo Tonico Benites, de la etnia guarani-kaiowá como ellos. Abren, entonces, una amplia sonrisa.
Los dos estaban en estado de alerta. Minutos antes, dos hombres se habían acercado a la comunidad, donde el último año tres personas murieron, en circunstancias no esclarecidas. Los individuos aceleraron una moto e intentaron romper el alambre de la cerca para invadir el área. En tono intimidatorio, preguntaron por el cacique. Se fueron tras ser amenazados con un palo. Cuando el EL PAÍS llegó al lugar en el coche que llevaba el antropólogo, las marcas de los derrapes de la moto aún marcaban el suelo de tierra batida.
La tensión en Apyka’i es una pequeña muestra del clima de guerra que se instauró en Mato Grosso do Sul por la propiedad de las tierras. Es una “guerra-fría”, define un oficial de la Fuerza Nacional, especie de tropa de élite formada por hombres de la Policía Militar de varios Estados, que fue mandada a la región a finales del mes pasado por el Gobierno federal, precisamente para evitar que la situación llegue a convertirse en una guerra de hecho. Por cuestiones de seguridad, el Gobierno decidió no revelar el número de efectivos enviados.
Por un lado, están los cerca de 61.000 indios, la mayoría de las etnias guarani-kaiowá, guarani-nhandeva y terena, que viven en diez municipios del Estado y reivindican las tierras que pertenecían a sus ancestros. Ellos tienen como baza estudios antropológicos que prueban que las áreas ya fueron habitadas por sus parientes y, por eso, tienen derecho a ellas. Del otro, hay aproximadamente 60.000 hacendados que dicen que las tierras son suyas, y muestran el registro de propiedad para probarlo.
Indios de Apyka’i se aproximan con un yvyrapara.
El impasse ocurre porque la Constitución de 1988 especifica que los pueblos indígenas tiene derecho a ocupar las llamadas tierras tradicionales. Pero, en las décadas que antecedieron a la Constitución, el Gobierno de Mato Grosso do Sul, así como los de otros Estados brasileños, retiraron a los indios de sus tierras y las vendieron a los terratenientes, que se convirtieron en los propietarios legales. El Gobierno Federal cree que las tierras deben devolverse a los indios y el Ministerio de Justicia ya autorizó la demarcación de muchas de ellas. Pero los hacendados, para evitar el desahucio, acuden a los tribunales y afirman que solo se irán si se les indemniza por el perjuicio, prolongando la discusión en los juzgados. El Gobierno del Estado dice que quién debe pagar la cuenta es la Unión, tutora de los indígenas en el país. Y la Unión delega la responsabilidad en el Estado, que vendió lo que no podía haber vendido.
“La FUNAI (Fundación Nacional de los Indios) viene aquí y dice que esa tierra fue de los indios en 1.500 y quiere que salgamos. ¿Por qué no va a pelearse con el Estado, que nos vendió esa tierra?”, se queja el diputado estatal Zé Teixeira, uno de los ruralistas más activos de la política brasileña, que ayudó a organizar una subasta, el pasado final de semana, en la que productores rurales recaudaron un millón de reales (unos 500.000 dólares) para contratar abogados y hacer propaganda de su causa. Las entidades indígenas afirman que el dinero servirá para instalar una milicia armada en la región y temen una masacre. Zé Teixeira lo niega.
Cansados de esperar que todos lleguen a un acuerdo, los indios decidieron resolver la cuestión por su cuenta. Pasaron a hacer lo que ellos llaman "retomar los territorios tradicionales": ocupan la tierra, montan un campamento y pasan a vivir allí, de forma precaria, hasta que la Justicia determine su salida. Según los productores rurales del Estado, hay, actualmente, 80 haciendas ocupadas por los indígenas. Solo este año, se "retomaron" siete territorios, más del doble que el año anterior (cuando se recuperaron tres). La mayoría se llevó a cabo, tras la muerte en mayo del indio terena Oziel Gabriel en el área indígena de Buritis, en el municipio de Sidrolândia. Durante una restitución de unas tierras, ordenada por la Justicia, Oziel fue alcanzado por un tiro de un policía federal. La repercusión del asesinato llevó a la Justicia a suspender la reintegración, pero la tensión con los agropecuaristas se acentuó. El último jueves, día 5, otro indio terena sufrió un atentado, esta vez en el municipio de Miranda: hombres encapuchados lo colocaron dentro de un coche y prendieron fuego al vehículo. El indio consiguió escapar.
Con la tensión creciente en la región, el Gobierno Federal aceptó comprar el área de Buritis, pero aún estudia cuál será el valor y con qué partida del presupuesto lo pagará. La decisión llegará en los próximos días. Los políticos que apoyan a los empresarios rurales en el Congreso Nacional presionan ahora al Gobierno de Dilma Rousseff para que apruebe un Proyecto de Enmienda a la Constitución que cambie la forma con la que se hace la demarcación de las tierras es hecha. No cabría más al Gobierno federal demarcar las tierras, como sucede actualmente. Esa función pasaría al Congreso, donde diputados y senadores llamados ruralistas tienen mucha fuerza. La presidencia considera que la medida sería “desastrosa”. Pero, aún así, los diputados consiguieron crear, el pasado martes 10 de diciembre, una comisión que estudiará el proyecto. La comisión fue aprobada bajo gritos de “asesinos” de los indígenas presentes en la sesión. El conflicto, ahora, promete enquistarse.
La retomada de territorio en Apyka’i sucedió el 15 de septiembre de este año, cuando la comunidad indígena ocupó una pequeña franja de tierra. Con los rostros pintados de rojo y negro, colores que simbolizan guerra y muerte para los guarani-kaiowá, y maracas en mano para dar ritmo al canto de lucha, se instalaron en medio de una plantación de caña-de-azúcar. A pesar de sentirse intimidados, afirman que no van a salir. Ni muertos. “Si fuéramos asesinados, traed una pala para enterrarnos aquí”, declaró la líder de la comunidad Damiana Cavani, de 69 años, en un vídeo registrado el día de la retomada de tierras.
En el campamento viven 130 familias que usan un río como baño y como fuente de agua, lo que de tanto en tanto deja grupos de niños enfermos con diarrea. Para cocinar, improvisan una especie de fogón de leña con pedazos de madera donde colocan directamente las cazuelas con alimentos donados. Para el cuarto de baño, hicieron una fosa alejada de sus casas, barracas hechas de madera vieja y cubiertas con lona. Duermen en colchonetas y, algunos, directamente en el suelo.
Los indios saben que, en cualquier momento, la Justicia puede exigir su salida. Pero temen algo peor: que muera alguien. No sería nada raro, ya que Mato Grosso do Sul está lleva la delantera en una triste estadística. Concentra el mayor número de muertes de indios de Brasil: 31 de las 51 ocurridas en 2012. Desde 2003, 554 indios brasileños perdieron sus vidas asesinados, 310 de ellos en el Estado del centro-oeste, apunta el Consejo Indigenista Missionário (CIMI).
Sentado en una antigua silla escolar, frente a una barraca de madera vieja, Ava Arandu, de 58 años, habitante de la comunidad, agarra del suelo un puñado de tierra, lo aprieta con fuerza y suelta, serio: “Mira bien ese color. El color de esa tierra es roja, como nosotros. No es blanca. El invasor aquí es el hacendado. Él vino, plantó la caña, soltó el ganado, destruyó nuestra vegetación. Pero somos nosotros los que tenemos derecho a esa tierra”, se indigna, con su penacho de plumas blancas en la cabeza, camisa blanca, pantalones vaqueros y una mirada exhausta.
Antes de la retomada del territorio, la comunidad vivía en la cuneta de la carretera, como viven aún al menos otras 30 aldeas del Estado. Se turna entre el área en la que está ahora y la orilla de la carretera desde, por lo menos, 1988. En 2002, los indios comenzaron a planear la forma con la que reivindicar las tierras, cuenta Rogério Kario de Sousa, 26 años, hijo de doña Damiana. Fue en ese año cuando su padre, Hilário, entonces cacique de la comunidad, murió atropellado por un coche en aquella misma carretera. Para ellos, el conductor tenía relación con los hacendados, que niegan cualquier ofensiva contra los indígenas.
Niño ayuda una niña alcoolizada en la aldea Apyka’i. / DAVID MAJELLA
Pero, después de la muerte de Hilário, las familias, con Damiana al frente, ocuparon la tierra de Apyka’i. En 2009, el terrateniente que ostenta el título de propiedad consiguió en la Justicia un mandato de reintegración de posesión del área y ellos volvieron al borde de la carretera. En 2010, los indios volvieron de nuevo. Una madrugada, unos desconocidos invadieron el campamento, una india fue violada y golpearon y dispararon a su marido. Los indios volvieron a salir de allí. Las idas y venidas ocurrieron otras dos veces, sin contar con la retomada actual. En ese periodo, tres hijos y un nieto de Damiana murieron atropellados en la carretera. Una anciana, pariente de Damiana, también murió de forma misteriosa. Para los indios, fue envenenada.
Antônio Carlos Parra, delegado regional de la policía en Dourados, afirma que las muertes por atropello fueron investigadas y ninguna contó con la participación de los hacendados. "No hubo emboscada. Lo que hay es mucho indio borracho, que atraviesa una carretera con cunetas pequeñas y camiones grandes que no consiguen parar", dice.
El alcoholismo
La inseguridad generada por el conflicto, la incerteza sobre el futuro y las precarias condiciones de vida, trajeron a la aldea otro enemigo, esta vez invisible: el alcoholismo. Cuando EL PAÍS estuvo en el lugar, el pasado miércoles 5 de diciembre, al menos diez personas estaban extremadamente alcoholizadas, entre ellas un grupo de ancianos y una niña de, como mucho, 15 años.
La escena se repite en otras aldeas y por las calles de Dourados, donde muchos de los 11.000 indios de la reserva, localizada en lo que se convirtió en la periferia del municipio con el crecimiento de la ciudad, suelen ir para pedir dinero, buscar alimentos entre restos de basura y prostituirse. La reserva forma parte de un lote de ocho áreas creadas por el Gobierno Federal para el asentamiento de indios que habían sido retirados de sus tierras entre 1915 y 1928. El concepto de reserva, hoy en desuso, reunió etnias y líderes diferentes en el mismo espacio, una falta de respeto a la cultura. Las áreas, con cerca de 3.000 hectáreas, continuaron del mismo tamaño mientras la población indígena se amplió. Hoy, están superpobladas, lo que dificulta la agricultura de subsistencia. Se hicieron, en palabras de los propios líderes locales, grandes favelas. Y viven todos los problemas que existen en espacios de exclusión: entre ellos, la violencia y el tráfico de drogas, incluyendo el crack.
Cansado de la situación, Chatalin Graito Benites, de 75 años, lideró hace dos años su grupo de 180 familias en un éxodo de la reserva hacia una tierra próxima donde vivía la familia en el pasado, cuenta él. La aldea Tekoha Nhu Verá tiene pequeñas plantaciones de patata, mandioca, plátano y “caña de azúcar de indio”, que se diferencia de la del blanco porque no usa pesticidas, dice él. “Esa puedes chuparla que no da enfermedad, no da cáncer. La del hacendado tiene mucho veneno”, cuenta Chatalin, que se enorgullece de la longevidad de la familia: el padre vivió hasta los 127 años y la madre hasta los 118. Pero al ver un avión rociar veneno en la plantación de al lado, rectifica: “No se puede garantizar que sea cien por ciento libre de veneno. Ellos lo lanzan allí y vuela todo hacia aquí”, apunta él antes de pedir permiso a la reportera, entrar en su cueva y volver con un penacho de plumas de colores en la cabeza, para no dejar dudas de que él es el líder allí.
En otras tierras retomadas, el veneno usado en las plantaciones por el hacendado contamina los ríos, impidiendo que los indios beban el agua. En Guyraroka, en la vecina Caarapó, nueve de las diez vacas mantenidas por los indios murieron envenenadas.
El sufrimiento provocado por la situación también hace que el número de suicidios entre la población indígena sea elevado. Según Tonico, el antropólogo guarani-kaiowá que termina un doctorado en el Museo Nacional del Río de Janeiro sobre recuperación de tierras, al menos 1.000 indios se quitaron la vida desde la década de los 80. Algunos, aún niños. La mayoría ahorcados en los pocos árboles que aún existen en el área. “Es la falta de esperanza”, sentencia él.
Esa misma falta de esperanza alcanzó la aldea Guyraroka después de la muerte a cuchilladas del líder Ambrósio Vilhalva, de 52 años, el primer día de diciembre. “¿Cómo vamos a sobrevivir aquí sin la persona que luchaba por nosotros?”, preguntaba Adilizemari Vilhalva, 22 años, una de sus siete hijas. La comunidad ocupa parte de la propiedad del diputado ruralista Zé Teixeira desde el año 2000. En 2009, el Ministerio de Justicia reconoció, con base en estudios antropológicos, que la hacienda entera pertenencia a los indios, pero el hacendado fue a los tribunales, que permitieron que la aldea se quedara solo en un área de 60 hectáreas de un total de 5.000 mientras el caso llega a la última instancia. Las otros 3.000 hectáreas están ocupadas por la plantación de caña y se alquilan a una fábrica por 1,6 millón de reales por año (unos 700.000 dólares). En cerca de 1.000 hectáreas, se planta soja, que da 1,4 millones de reales (600.000 dólares) al final de cada cosecha de cuatro meses y, en el resto del espacio, se cría ganado –actividad que fue perjudicada en los últimos años por el avance de la caña: solo en el Estado, hubo un aumento del 400% en el área destinada a la plantación entre 2002 y 2012, gracias a los incentivos dados por el Gobierno federal a las fábricas de caña.
La familia de Ambrósio vivía gracias a la cesta básica de alimentos que da el Gobierno y de los 550 reales (235 dólares) del subsidio Bolsa Familia, que recortaron el último mes porque los niños faltaron mucho a la escuela, que está lejos. El líder pedía la construcción de una escuela en la aldea, pero el edificio donde se iba a instalar no pudo levantarse porque el área está en litigio. Allí tampoco hay luz, ya que los cables eléctricos no pudieron llegar hasta allí, pues tenían que pasar por el área de hacendados que no lo permitieron. Sin energía, una estación de bombeo de agua construida por el Gobierno para abastecerlos no funciona y dependen del agua del río que, a veces, se contamina con el pesticida.
Según la versión de la policía, a Ambrósio lo mató el suegro, que estaba borracho. La familia desconfía de la hipótesis. Dice que él ya había sufrido amenazas y relataba, a menudo, que un indígena había sido pagado para matarlo y que él escapó de una emboscada recientemente. El asesinato sucedió en una carretera de acceso a la casa familiar, de madrugada, durante una tempestad.
Golpeado en la cabeza, en el pecho y en el brazo, consiguió caminar hasta la cabaña. Entró en mitad de la oscuridad, se apoyó en un mueble y, enseguida, cayó, sobre dos niños que dormían en el suelo de tierra batida. Con la casa sin energía, la familia solo se dio cuenta de que Ambrósio estaba herido cuando un rayo iluminó el espacio. Aún estaba con vida, pero no había a quien recurrir. No hay señal de celular, ni coche y la lluvia había inundado la carretera. Ambrósio murió allí, durante la madrugada. Solo cuando se hizo de día y la lluvia paró pudieron llamar a una ambulancia, que ya llegó junto al coche funerario.
La comunidad ahora no sabe como va a sobrevivir. Vive allí, rodeada de las plantaciones que forman una gigante alfombra verde de plantaciones cuando se las ve desde el aire. La parte que le correspondió a Ambrósio de ese latifundio fue una fosa a medida, cavada allí mismo, cerca de la familia. Pero no se sabe hasta cuándo. Existe el riesgo de que, en cualquier momento, un tractor pase y revuelva la tierra donde están sus huesos, como ya sucedió en otros cementerios indígenas localizados en áreas en litigio en la región. Pero la comunidad promete no callarse. Así como su líder, quiere ver la tierra dividida.

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